jueves, julio 27, 2006

I. Buenas Cosas Mal Dispuestas

Martes, 1 de enero del 2002. Apenas a unos cuantos minutos -o una hora quizás-, de haber comenzado este nuevo año. La polución propia de los juegos pirotécnicos que los mocosos del barrio no cesaban de prender una y otra vez, así como también la humareda generada por la adulta e insana costumbre de quemar desperdicios mamarrachentos de forma humanoide -que horas antes dizque representaban el mal año que nos dejó-, inundaban el ambiente no sólo de la cuadra y de otras calles aledañas, sino también del aire que respirábamos en casa mi familia y yo, aquella cenicienta madrugada.

Precisamente ellos, los demás miembros de mi clan familiar, aún se encontraban sentados en la mesa, departiendo de una amena conversación, luego de haber disfrutado todos juntos de una opípara cena, propia de estas fechas. Minutos antes, habíamos compartido ya del brindis de rigor, los saludos respectivos, los buenos deseos y todas aquellas cursilerías que se estilan en ocasiones como estas. Culminado entonces este ritual familiar, tal y como es mi costumbre, me retiré muy cortésmente del grupo, dispuesto a desparramarme a mis anchas en el mueble más amplio de la casa, a hacer la digestión respectiva.

Trataba de conciliar el sueño de alguna forma. Siendo sin embargo, poco mas de la una de la mañana, no quería ir a la cama tan temprano. Sin ningún esfuerzo lograba oír desde mi apoltronada ubicación, todo el movimiento callejero propio de gente con planes muy bien asegurados de cómo disfrutar este primer día de este capicúa nuevo año. Mocosos, adolescentes y gente adulta, iban y venían de una calle a otra -muchos de ellos con sus mejores galas-, gritándose de un extremo a otro, dispuestos seguramente a avisar a los demás camaradas y enrumbarse a la farra respectiva, a la fiestita de rigor, al bailongo de fin de año, a la chupeta obligada de aquellos que ven en este día, una oportunidad imperdonable para intoxicar su organismo al máximo, ya sea con la popular cerveza, afamados licores y también con aquellos otros de dudosa preparación. O quizás sencillamente, con el simplísimo deseo de vagabundear por ahí y no ser tan pelmazos de pasarla en casa, como yo.

La verdad, a mí poco o nada me entusiasmaba la idea de desatarme en excesos un uno de enero. Hasta hace unos años sí, por supuesto, como todo el mundo. Pero hablamos de añejos tiempos, cuando la efervescente adolescencia me empujaba por curiosos y vericuetos destinos, sólo para tratar de divertirme como todo los demás y no quedarme estúpidamente en casa por ningún motivo.
Entusiasmo que con el pasar del tiempo, poco a poco fue extinguiéndose, dando paso al ocio y al amodorramiento más sabio y sensato. Atrás quedaban pues, las curiosas expediciones junto a Edgardo -misántropo y fiel amigo mío-, que por ese entonces moría como todo el mundo a ser reconocido por todos los demás; tratando de divertirse lo más que se pueda en ocasiones tan destacadas como éstas -bajo discutibles resultados, valga la aclaración-, ya sea en alguna discoteca o juerga junto a otros compañeros suyos, e incluso alguna prometedora tranca que apareciese por ahí, no dejando para nada que los años de su juventud se le escurran de las manos sin cumplir su jaranero cometido. Total, sólo se vive una vez, dicen.

Mas hoy, no tenía ganas de comunicarme con él y acordar algún escabroso encuentro de ésos y lanzarnos una vez más a alguna otra aventura fiesteril o discotequera, condenada muy ciertamente al fracaso, sobre todo porque nunca me satisfizo del todo salir con él. Pero no se me malentienda,
Edgardo era un tipo simpatiquísimo, muy interesante y con quien valía la pena departir más de una amena conversación en su grata compañía (no en vano andaba con él de un lado para otro, por aquellos divertidos años). Sucede que a mis agobiados veinticinco calendarios ya había advertido -honestamente, no sin poca resignación- que las fiestas de fin de año no estaban hechas para mí. Así haya deseado o urdido -desde mi adolescencia incluso-, de algún plan maestro que inclinase la balanza a mi favor, la verdad es que pocas veces alcancé algún relativo éxito. Y por una grandísima vergüenza por parte de quien escribe, me permito la licencia de no detallar estos fallidos intentos en tratar de cambiar este inusitado sino en pos de mi perennemente frustrado esparcimiento.

Ahí estaba yo entonces, ese primer día de este nuevo 2002.
Cerrando los ojos y tratando de confortarme lo más que pudiese en aquel mullido sillón, mientras minutos antes oía un inagotable solo de teléfono, repicando una y otra vez. No me molestaba siquiera en abandonar mi ubicación, pues estaba seguro que ninguna de esas llamadas serían para mí. Y efectivamente, no me equivoqué. Tales telefonemas aguardaban cualquier otro destino, a cualquier otro miembro de la familia, menos a mí. Y sinceramente tal situación no me molestaba en absoluto, pues en ese instante no quería por nada del mundo abandonar mi comodísima ubicación para atender alguna fastidiosa llamada por parte de la tía fulana, el primo sutano, el amigo mengano... y sólo para responder leseras, preguntándome lo que todo el mundo en estas fechas: "feliz año nuevo hijito...", "cómo estas primito...", "¿cómo la están pasando? ¿bien...?", "oye, ¿estará tu papá o tu mamá por ahí? pásamelo, pues...", "chao mijito, cuidate, no tomes tanto más tarde, eh...?" (tarados, ¿no saben que soy abstemio acaso?).

En algún momento, se me cruzó por la cabeza la idea de que a lo mejor Ivana se tomaría la molestia de llamar y saludarme por estas fechas.
Y es que Ivana era muy especial, pues se trataba de la única chica por quien éstos últimos años demostré muy sinceramente un insólito interés, y por quien durante un tiempo guardé la celosa esperanza de formalizar sentimentalmente alguna vez. Quizás ella hubiese sido mi última esperanza antes de haber tirado la toalla en ese aspecto, pero bueno... las cosas suelen darse por algo, y afortunadamente -para ella, obviamente- dicha oportunidad entre ambos jamás se concretó. Pero no todo fue para mal, pues Ivana y yo terminamos siendo muy buenos amigos, por muchos años más Compartimos muchos momentos agradables juntos, otros digamos que no tanto... imagino que como todo el mundo. Mas, cada vez que la recordaba, irremediablemente evocaba aquellas interminables llamadas telefónicas suyas, cuando años atrás, poco después de habernos conocido, solía hacer a mi casa una y otra vez. Infinitas e inolvidables conversaciones que duraban horas de horas y que muchas veces me provocaban intensos dolores en la oreja, brazos y articulaciones, por atenderla tan diligentemente tanto tiempo.

Trescientos sesenta y cinco días atrás -si mal no recordaba-, había llamado a Ivana por estas mismas circunstancias. Y otros trescientos sesenta y cinco días antes, hice exactamente lo mismo, pero en aquella oportunidad no la encontré en casa. Recordé entonces que la última ocasión en que la llamé para desearle un feliz 2001 noté que mi saludo telefónico no le había caído muy en gracia que digamos. Creo incluso que en aquella oportunidad, ésa última llamada de mi parte fue "celebrada" muy bochornosamente por sus padres, casi casi como si de un acontecimiento pre-nupcial se tratase, avergonzándola muy terriblemente. No fue mi intención ponerla en semejantes aprietos, pero bueno... ya la metida de pata estaba hecha y la moraleja clarísima de esta historia era de que,
si quería volver a llamarla por navidad, año nuevo, fiestas patrias, cumpleaños, cambio de mando o cualquier otra embarazosa festividad, pues existían otros medios políticamente más correctos que considerar... como por ejemplo llamar a su tan flamantísimo (como costosísimo) teléfono celular. Idea que no me parecía nada simpática, dicho sea de paso, pues afrontar la idea de que ella tenga un celular muchísimo antes que yo, hería profundamente mi enorme y estúpido orgullo machista.

Volviendo al punto, esta noche de año nuevo no quería importunar a nadie, ni mucho menos quería que alguien me importunase a mí. Aplicando sabiamente la ley del Talión, o mucho mejor, la ley descrita en la misma palabra divina, pero con palabras mucho más efectivas y comprensibles para estos acelerados tiempos: "no jodas a otros, tal como no quisieras que te jodan a ti". Estaba segurísimo entonces, de que esta noche no ocurriría nada especial que arruinase mi tan bien ganado letargo. Dudaba muchísimo que alguien se acordara de mí para saludarme por esta fecha, o lo que era peor, que por ejemplo, algún incauto (Edgardo, segurito que únicamente él ¿quién más si no?) osará caer por mi casa para animarme a salir a sortear los duros peligros que ofrecería esta aún humeante noche. No, nica, never...
Me apenaba (y aterrorizaba)imaginar que precisamente esta noche, en ese preciso momento, en cualquier otra parte de nuestra gran capital (o del país entero incluso), estaría ocurriendo más de un accidente, crimen, o cualquier otro siniestro que cobrase varias vidas que lamentar. No hace mucho, las primera planas de los diarios y la televisión mostraron desgarradoras imágenes de un pavoroso incendio, producto de la torpeza y negligencia de ciertas autoridades, y que lamentablemente arrastró consigo muchas víctimas. Y el sólo hecho de imaginar ser parte de una cifra más de estas escalofriantes estadísticas, hizo que me aferrase con más ganas a mi sillón, a no querer moverme de allí, por lo menos por un buen rato más, antes de retirarme al único destino que me esperaba luego: mi queridísima y bien adquirida cama.

Visualicé entonces el desperdicio de día que resultaría horas más tarde. Y es que no hay nada más terrible que vivir el primer día de enero, bajo la deprimente luz del día. Las calles, todas sucias, cubiertas todas ellas con el hollín y cenizas provocadas por la mugrosa colectividad, ebrios zigzagueando por doquier en impúdicas e insanas circunstancias, mocosos y mocosas corriendo y gritando como orates -dizque jugando- con más y más productos explosivos, bajo la negligente anuencia de sus padres... Y bajo tan miserables condiciones, si en ese preciso momento el Ser Supremo o algún providencial geniecillo me hubiese podido conceder un único deseo...
sin lugar a dudas hubiese pedido largarme de ese maldito barrio hacia un lugar retirado, lejos, muy lejos, en el campo, separado del mundanal ruido y sus malditos parroquianos, escapando a un sitio mucho mas puro, silencioso, con mucho verde a mi alrededor. No importaba si solo o acompañado, la consigna era clarísima: huir de este miasma a como dé lugar.

Imaginé entonces, que de haber podido elegir un acompañante con quién huir a tan paradisíaco destino, inevitablemente hubiera escogido a Matías. Cierto, ya no tenía noticias suyas desde que separamos caminos desde un año atrás. Ahora él se encontraba estudiando una respeble carrera universitaria, en una no tan prestigiosa universidad, pero eso era lo de menos. Hoy, Matías estaba muy bien posicionado -valorativamente hablando-, al menos mucho mejor que yo. Y por ello y por otras razones más, dudaba mucho que justo el día de hoy, fuese él quien en este momento se acordase precisamente de mí.

Exactamente un año atrás, por estas mismas fiestas, guardé celosamente la esperanza de que Matías recordara llamar a mi casa para saludarme. En cada timbrada telefónica de aquella nochebuena y año nuevo respectivos, mi corazón no dejaba de acelerarse cada vez más y más. Lamentablemente, ninguna de aquellas llamadas eran para mí, o por lo menos provenían remotamente de él. Y tal actitud despectiva e inmisericorde de su parte, me hirió tan profundamente al punto de que el resto de aquellas disipadas noches, no dejé de pensar un sólo minuto en él, imaginando si a lo mejor me recordaría por lo menos un par de fugaces minutos, evocando los momentos que pasamos juntos, las estupideces que cometí a causa de su reacia actitud hacia mí, y sobre todo,
si a estas alturas comprendía que lo que sentía hacia él era algo más que una simple amistad... pero en fin. Recordar que exactamente un año atrás, estuve en vilo, al pie del teléfono, pensando si Matías me recordaba tan igual como yo a él... en este momento me provocaba poco menos que una sonrisa absurda.

No tenía entonces más nada que hacer en mi sala. Era poco más de la una de la mañana y las llamadas al teléfono y a la puerta de mi domicilio, poco a poco comenzaban a desaparecer. La casa entonces comenzaba a sentirse más sola, más silenciosa, más mía, como siempre ocurre estos últimos uno de enero. Ya los demás miembros de mi familia comenzaban a abandonar el hogar, dispuestos a amanecerse en alguna que otra francachela por ahí, y bien sabía que no regresarían hasta bien entrada la luz del día. Mis viejos, por otra parte, más tranquilos y sabios, se disponían a descansar merecidamente en su habitación, luego de tanto alboroto y ajetreo contraídos por esta disparata celebración.

Me encontraba ya dispuesto a abandonar la sala, quizás a escuchar algo de música más tranquilamente en mi cuarto, antes de abandonarme por completo a los brazos de Morfeo. Las recientes canciones del unplugged de La Ley y del primer disco de Estopa (suceso del pop majo, desde hace un año atrás) me rebotaban en la cabeza una y otra vez, bajo la indiscutible intención de volverlos a oír desde el discman por unas cuantas veces más. Fue entonces que recordé que exactamente siete días atrás, la había pasado fenomenal viendo tele. Y es que a diferencia de años anteriores, en que sólo podría encontrarse en la caja boba programas de soporífero contenido (en su mayoría, abrumadores operetas y mediocres films, dignos de un público "culto y sensible" que no tiene otra cosa que hacer que quedarse en casa el primer día de un nuevo año), en aquella ocasión me había desternillado y divertido como un reverendo chancho al dedicarme buena parte de la madrugada navideña (entiéndase las primeras horas del 25 de diciembre), viendo en mi canal de cable favorito, otro imperdible episodio de mi programa preferido. ¿Su nombre? South Park.

Esos mocosos, sí que te hacían ver las cosas de manera ejemplar. Y como me dijo alguna vez el buen Edgardo -y por quien una vez más le doy absoluta razón-, el contenido y mensaje final de este inteligente programa, distaba mucho de sólo ser una mera sátira a la sociedad norteamericana, mas unas cuantas dosis cargadísimas de hablar soez. Esta pandilla de avezados infantes de este ¿imaginario? pueblo de Colorado, de pronto se habían convertido en mis héroes absolutos al tratar sabiamente y sin miramiento alguno, temas tan disímiles y controversiales, como lo pueden ser la política, la religión, el sexo, y muchos otros más. Todo ello manejado bajo una forma tan insolentemente brillante, que sus creadores merecían mucho más que mis más sinceros respetos (una reverencia absoluta, diría más bien). Y qué mejor manera de pasar las primeras horas este nuevo año, que viendo la maratón de episodios que seguramente mi adorado canal de cable (en realidad, el único que solía ver, de los otros ochenta y tantos que disponía en programación) transmitiría con motivo de esta fecha, tal como lo hicieron una semana atrás por navidad (aún recordaba el último episodio que transmitieron esa vez, en donde hacía su aparición el mismísimo "Dios", en un capítulo relacionado a cómo veía la pandilla la llegada de la pubertad). Una fructífera noche llena de irreverencia al máximo prometía esta primera madrugada del 2002. No envidié entonces para nada a aquellos pobres parroquianos, dispuestos a abandonarse en antros dizque de diversión, a intoxicar su organismo y perderse ante sabrá Dios qué otros bizarros designios. Que el Absoluto los acompañe entonces, que yo me quedaba tranquilito en casa viendo nuevos episodios de South Park y que obviamente no me perdería por nada de este mundo.

Prendí entonces la tele. Mis viejos ya se habían retirado a dormir. No había entonces ningún roche o vergüenza de por medio para ver a mis engreídos. Sintonicé el canal acostumbrado, pero... algo muy extraño estaba sucediendo. Sencillamente ¡había desaparecido! En su lugar habían puesto otra cosa, otro canal de los tantos aburridos que no deja de colocar la estúpida compañía de cable. "A lo mejor lo han cambiado de ubicación", pensé.
Comencé a revisar entonces, uno por uno, todos los canales para encontrar tan solo al único que me importaba. Al único que me había vuelto tele-adicto desde que tengo uso de razón, al único canal que me regocijaba ver cada noche, por su inteligente propuesta de animación para adultos. Al que por casualidad, me hizo descubrir que existía una excelentísima serie animada que -lo reafirmo- ninguna otra pusilánime estación televisiva de ese entonces, hubiese osado de colocar en su soporífera programación. Busqué y busqué desesperadamente revisando cada uno de los demás canales. Y con cada decepción, mi desesperación iba en aumento.

Era imposible. Casi todos los canales de siempre estaban allí, ofreciendo su insípida programación de todos los días. Mas el único canal que me importaba y por el cual valía la pena volver a tener fe en la televisión, sencillamente había desaparecido, no aparecía por ninguna parte.
Revisé de nuevo, zappeando cuidadosamente todos y cada uno de los malditos canales... una vez más... y otra... y otra... ¡Mierda! Mis sospechas, temores e impotencia comenzaban a tornarse en una terrible realidad. ¡Habían desaparecido de la programación al único canal por el cual valía la pena pagar este mugroso y deficiente servicio de cable!

Basuras... hijos de perra... malparidos... asomaron por mi cabeza todas las maldiciones imaginables e insultos dirigidos a los responsables de semejante abuso. Bonito regalo que la compañía de mierda del cable, se había esmerado en ofrecernos por estas fiestas. Es cierto que esperaron hasta después de navidad para hacer esta jugada tan infame, pero de todos modos... igual habían liquidado -por razones que aún no alcanzaba a comprender del todo-, a uno de los canales por los cuales tenía la camiseta bien puesta.
Y algo me decía que esta situación no se debería precisamente por fallas técnicas, o que el problema resultaría temporal. Sencillamente a estos imbéciles del cable no se les había ocurrido mejor idea que eliminar al único canal valioso de entre toda su pomposa y estúpida parrilla de programación. Imaginé entonces, que en ese mismo momento, mi querido canal estaría transmitiendo desde algún lugar del planeta y sin ningún problema, aquellos episodios de South Park que aún no había visto y que, de no ser por este maldito boicot, bien podría estar disfrutándolo muy relajadamente recostado desde mi sillón, carcajeándome una vez más, como casi siempre, de las ocurrencias de Stan Marsh, Kyle Broflovski, Kenny McKormick y Eric Theodoro Cartman (¡cómo adoraba a ese gordo cabrón!). Grandiosa forma de comenzar este año, con una notable baja que lamentar, y bajo la exasperación y abatimientos absolutos.

En ese infausto primer día del 2002, comprendí entonces que a lo mejor ya no volvería a disfrutar de esta adorable pandilla. Paradójicamente, no sólo habían matado a Kenny, sino también a sus otros compañeritos de aventuras, a todos los habitantes del pueblo incluso...
Y todo porque a unos malparidos de la compañía de cable les había dado la gana de suprimirlos de su programación. Con todo, nada más había por hacer... salvo apagar resignadamente el televisor y dedicar con profundo desprecio las habituales palabras del pequeño Kyle a los responsables de tamaño ultraje televisivo:

- ¡Hijos de puta...!

3 comentarios:

Cronicas De Un Neofito y Erudito dijo...

heyyyy saludos me agrada tu blog.. nos estamos leyendo

Pablillous dijo...

perdona que no habioa pasao

ay aya ay me arme de valor..pero lei el post..

abrazos

XYZ dijo...

aiiii :$ tengo que admitirrrrr que no lo leii :_$ peroo pase por aka :D